Por Guillermo Ricca. Dr. en Filosofía.
La fragmentación de las identidades políticas parece ser una marca de época. Cuando abundan los llamados a la unidad es porque está detonada. Vivimos épocas de diferencias, de producción de diferencias. Pasaron los tiempos en que alguien podía invocar alguna esencia para reunir lo disperso. Todas las apelaciones a alguna variante de lo idiosincrático como último refugio de aquello que se supone que somos, no pasan de ser meras estrategias retóricas. Quedaron atrás los tiempos de las instancias trascendentes.
En el plano provincial, el cordobesismo apela a una idea que se viene cayendo a pedazos desde hace décadas. La idea de la isla, de una Córdoba insular, de una particularidad no integrada, impenetrable como una roca respecto de cualquier configuración nacional es nada más que una ficción típica, con la fuerza heurística propia de todos los grupos dominantes que la enunciaron. Ya en El Facundo, Sarmiento ironiza la Córdoba del siglo XIX en la cual hasta los zapateros hablan latín mientras nadie sabe de la existencia de la obra de Rosseau. También ironiza respecto a la famosa referencia a la Córdoba de las campanas con un convento en cada esquina. El poder colonial secularizó, pero la razón colonial es la misma: la Córdoba del cordobesismo es para pocos y al servicio de los intereses que en Argentina instauró la economía de la dictadura y que han sido representados por la orientación ideológica de la Fundación Mediterránea, desde entonces hasta hoy. Si el kirchnerismo feudalizó al peronismo, como dice Juan Schiaretti, el cordobesismo lo mantiene secuestrado en algún sótano de la fundación que alguna vez condujo Domingo Felipe Cavallo, al servicio de intereses antagónicos a la vida de las mayorías.
La (entre líneas) anunciada posible alianza entre sectores de la UCR y el cordobesismo pejotista habla a las claras de una diseminación de las identificaciones políticas que no era pensable hace una década. Lo que hay que extraer de allí es la conclusión que dice que, al diseminarse las identificaciones, lo que se disemina también es la misma política. Esas nuevas alianzas seguramente encontrarán sus viejas retóricas insulares. Sería deseable que también sean capaces de inventar alguna novedad movilizadora ante una población harta de testimoniar el desencanto con las dirigencias.
Estos giros suelen ampararse en un discurso pragmatista: no importan las ideas, ni las pasiones, ni las identificaciones: importan las prácticas y ganar elecciones. Esta lectura anti intelectualista ubica en el punto axiomático de la argumentación las prácticas del pejota; en realidad, jibariza la identificación peronista a las prácticas del pejotismo y, en el caso Córdoba, del pejota cordobés. El peronismo, esa sinfonía de ideas, sentimientos, historia, épica, fusilados, desaparecidos y resistencia; también de traiciones y de retornos espectrales, es bastante más complejo que esa reducción costumbrista. El peronismo es muchas cosas, muchísimas, por eso es irreductible a cualquier discurso del amo. Es una modalidad de la astucia. Es escurridizo. Si, históricamente, Alejandro Horowicz identifica cuatro enunciaciones de esa complejidad—y, Horacio González, unas cuantas más—bueno sería preguntarse qué queda sedimentado de cada una de ellas, mezclado en la proliferación de emergentes y diferencias actuales.
Si ponemos la mirada en el partido centenario, las cosas no son muy diferentes. El reciente y excelente libro de Pablo Guerchunoff sobre Raúl Alfonsín parece confirmar esta idea. El alfonsinismo fue la última épica radical; su derrumbe dejó un estallido de modos de vivir ese lenguaje político: desde formas subsumidas en la peor derecha, que se abrazan con Macri y con Bullrich hasta irrompibles maneras de habitar una centro izquierda posible, es decir, con vocación de poder. Desde el republicanismo selectivo de Carrió, a la paranoia moralista de otros y otras tantas que no caben en una lista.
Resulta evidente que un modo de abigarrar la política y de entenderla está llegando a su fin en Argentina. Leopoldo Marechal supo decir que de un laberinto se sale por arriba. No salir del laberinto y elaborar acuerdos para que cada diferencia lo habite en su rincón sin intentar siquiera asumir que se trata de un laberinto, nos expone a que ese fin sea agónico y doloroso para las mayorías. Algo que pone bajo borradura la condición ineludible de cualquier régimen que se pretenda democrático.