Por Ariel Lugo. Dr. en Filosofía y Mg en Cs. Sociales y Humanas con orientación en Filosofía Social y Política.
Mi sobrino -Mateo (19 años)- nunca mira fútbol, jamás lo he visto sentado durante 90 minutos mirando ningún partido, pero durante el mundial vio todos los partidos de Argentina. Es más, se juntaba con sus amigos a verlos. No es que no le guste ese deporte, ni nada de eso,sino que no lo mira, como sí lo hago yo, que miro de cualquier país, división o campeonato con tal que sea fútbol.
Obviamente, ustedes deben tener situaciones similares en sus familias, lo que me llama la atención es que alguien que jamás vio ese deporte lo pueda mirar con la misma pasión, nervios y emoción que alguien que lo mira siempre. Allí debe haber algo. No es posible que alguien que tal vez, no sepa de ese deporte se logre apasionar por él y consiga crear un ambiente idéntico al que podría ser el de alguien que es un experto. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo es posible que, incluso, personas de diferentes lugares se sientan identificados por un equipo que representa a un país que no es el suyo -más allá de las fronteras, del idioma y la cultura-?.
Es curioso como trasciende lo económico-social-cultural-político de las diferentes sociedades. Donde un triunfo consigue una especie de mancomunión con el otro que siente lo mismo, o algo parecido. Porque se trata del sentir, de los afectos. Quizá sea, podríamos arriesgar, una desontologización de los afectos por medio del fútbol. Deleuze viene en nuestra ayuda y nos dice que “[l]a alegría…es resistencia, porque no se rinde. La alegría como potencia de vida nos lleva a lugares donde la tristeza nunca nos llevaría”.
La alegría nos hace resistir, nos coloca en lugares indescifrables que deconstruyen los poderes y la tristeza. También le pedimos una mano a Spinoza que nos lanza que “[l]a alegría es el paso del hombre de una menor perfección a una mayor” y en ese paso, en este caso no-solitario, compartido junto a los demás que sienten esa alegría, es ahí donde el poder deja de ser poderoso. La alegría, es el deseo mismo, apetito en tanto que aumenta la potencia por perseverar en el ser. Pero la alegría no es perfecta, sino que es padecida por causas externa. Tal vez, la alegría sea la clave.
Quizá, mi sobrino y todo aquel que mira con tanta pasión algo que en los próximos cuatro años no se enterará de qué se trata, hayan comprendido plenamente lo que es la potencia de la alegría. Los otros, que hurgamos constantemente en los canales de televisión detrás de algún partido que nos sustraiga del aburrimiento, deberemos aprender a resistir por medio de la alegría la tristeza, a la tristeza del poder que busca someter a través de un -supuesto- derecho por conocer más de un deporte o sobre cualquier materia. Pero esto no solo deberíamos aplicarlo a este caso, sino a toda práctica política que quiera someter y excluir por ostentar un poder sustentado -arbitrariamente- en el saber, la experiencia o vaya uno a imaginar en qué argumento.
La alegría elude el poder de la tristeza. Nos posibilita una política -otra que quiebra con todo horizonte de espera, tal vez ese sea el camino para pensarnos políticamente como sociedad (con todo lo que nos pasó en este 2022: atentado a la vicepresidenta, pobreza, internas en el gobierno, masivos cambios en el gabinete, crisis económica, (post)pandemia, y mucho más) y no el triste señalamiento de los que se comportan alegremente.