Por Guillermo Ricca. Dr. en FilosofĆ­a

La educación no es un servicio público, como el transporte o la energía. Tampoco la salud pública es un servicio. La educación es un derecho humano y, como tal, es un derecho colectivo que los gobiernos del Estado, en cada caso, en un régimen democrÔtico deben garantizar, no importa la ideología que encarnen. En Argentina, aún con las reformas neoliberales de los años noventa, aun con la infamia de la Ley Federal de Educación, aún con la no menor infamia de una Ley de Educación Superior que aún espera por reformas profundas que, en su momento fueron prometidas y nunca llevadas a cabo, aún con toda la ignominia que pesa sobre la educación en estos cuarenta años de democracia, a nadie en su sano juicio se le ocurriría mercantilizar un derecho humano. Pero el problema, el peligro en el que vivimos a diario es que estamos gobernados por gente que, si de algo carece, es de sano juicio. El gobierno de Javier Milei lleva al pueblo argentino a una inmolación, a un sacrifico absolutamente inútil. Mejor dicho: la única utilidad de este sacrificio se la llevarÔn los mismos de siempre. Los que esperan que los activos de este país valgan menos que las tres empanadas que tenían para comer los gringos de la película Esperando la carroza. La sociedad argentina ha sido idiotamente engañada y, ahí estÔ, esperando la carroza de un carnaval que no llegarÔ, que no pasarÔ por su calle.

La fiesta, como siempre, es de aquellos que vienen a comprar el paƭs por monedas y quedarse con recursos estratƩgicos fundamentales para la soberanƭa y, por lo tanto, para la subsistencia misma del paƭs como tal.

Es tal el nivel de desquicio antidemocrÔtico del gobierno nacional que, no conforme con una ley que autoriza reprimir la protesta social de manera absolutamente inconstitucional, no conformes como practicar formas de terrorismo estatal contra ciudadanos comunes, como sucedió en las últimas grandes marchas de protesta contra el desguace del Estado, la destrucción de la ciencia y de la tecnología, la destrucción de las universidades nacionales, ahora la cÔmara de diputados le da media sanción a una ley inconstitucional que establece que la educación es un servicio esencial y que, por lo tanto, docentes, nodocentes, personal administrativo de escuelas, universidades y centros educativos no son trabajadores asalariados sino sacerdotes de vaya a saber qué fuerzas del cielo u otra de esas entidades delirantes que el presidente profiere entre escupitajos cada vez que habla a los gritos, como un sacado.

Sin educación no hay democracia, ni polĆ­tica, ni comunidad posible. El ataque sistemĆ”tico del gobierno de Javier Milei y de sus socios de la UCR y del Pro al derecho a la educación en Argentina escala limites que rondan zonas oscuras y siniestras de un pasado que los argentinos ya vivimos y pagamos muy caro. Negar a los trabajadores de la educación el derecho a huelga es retrotraer la condición docente a Ć©pocas oscurantistas cuando no, directamente esclavistas. Lo propio de quienes se sienten amos es eso: poner a quienes no son ellos en el lugar de esclavos. Lo propio de las relaciones de esclavitud es que unos trabajen para otros, a costa de sĆ­ mismos. En los altares de la religión neoliberal que encarnan estos nuevos seƱores—seƱoritos, en realidad, nenes de mamĆ” que nunca en su vida laburaron de nada—se sacrifica la dignidad del pueblo argentino, la dignidad que le otorgaron los derechos conquistados con lucha, con militancia, con conciencia social y polĆ­tica. Porque no es el trabajo lo que dignifica, sino los derechos que lo hacen digno y acorde con la humanidad de quienes lo realizan. Y, en esto, el trabajo docente no es una excepción.