Por Gustavo Román. Director Propietario La Ribera 

La última sesión del Senado de la Nación marcó un punto de inflexión en la escena política argentina. Con decisiones de amplio respaldo, la Cámara alta dio media sanción a un conjunto de leyes indispensables que apuntan a aliviar la situación crítica de distintos sectores de la sociedad: el aumento para los jubilados, la declaración de emergencia en discapacidad, la continuidad de la moratoria previsional, la modificación en la distribución de los ATN y la coparticipación del Impuesto a los Combustibles. Incluso, se rechazó el veto presidencial a la ayuda para Bahía Blanca.

El dato político más relevante fue que muchas de estas iniciativas se aprobaron por unanimidad. Ese consenso transversal —poco habitual en estos tiempos— constituye un mensaje claro hacia el Poder Ejecutivo: hay límites que no deben ser cruzados. Lo que ocurrió en el Senado no fue un acto de rebelión, sino un gesto institucional que podría marcar el inicio de una etapa diferente, en la que las provincias, a través de sus representantes, comienzan a hacerse oír con mayor firmeza.

La lectura política no es compleja: los senadores responden a sus provincias, y los gobernadores —más allá de pertenencias partidarias— dieron señales contundentes al respaldar estas medidas. La homogeneidad de ese apoyo refleja el hartazgo ante una política nacional percibida como centralista, autoritaria y desconectada de las realidades del interior.

Desde esta columna, hemos sostenido siempre que ninguna forma de arbitrariedad, violencia o imposición política puede establecerse como norma en una república. Lamentablemente, el gobierno nacional ha venido construyendo una narrativa sostenida en la confrontación y el desprecio hacia quienes piensan distinto. Como si los ciudadanos fueran enemigos a doblegar, y no personas a representar, proteger y acompañar.

El intento oficialista de desacreditar las decisiones del Senado, tildandolos de “golpe institucional”, no solo es grave por su contenido, sino también por su significado. La democracia se fortalece cuando el Congreso funciona, delibera y corrige; y se debilita cuando se pretende anular ese funcionamiento por considerarlo inconveniente. Más preocupante aún es que funcionarios libertarios alienten mensajes de odio y violencia contra el Poder Legislativo, sin que el Ejecutivo intervenga o, al menos, repudie tales expresiones.

La situación es alarmante. Cuando se cierran todos los canales de diálogo respetuoso y se degrada el disenso, las instituciones quedan expuestas. La violencia estatal —sea discursiva, simbólica o institucional— siempre es un peligro latente. La descalificación sistemática a quienes piensan distinto, sumada al silenciamiento de voces críticas, configura un escenario que casi nadie desea.

A esto se suma la falta de un horizonte claro. Ningún sector productivo —ni el industrial, ni el comercial, ni el agropecuario— atraviesa un momento de expectativas favorables. Las economías regionales están en alerta, la clase media ajusta sus gastos, los sectores vulnerables retroceden. ¿Quién gana con este modelo? ¿Dónde están los beneficiarios de una política que parece centrarse en la especulación y el ajuste permanente?

La respuesta, quizá, esté en la necesidad de volver a confiar en nuestras instituciones. De apoyarnos en ellas para frenar el caos, reconstruir el diálogo y establecer prioridades verdaderas. El Congreso ha dado una señal. Ahora, debe sostenerla.

Disentir no es destruir. Debatir no es traicionar. Gobernar no es imponer. Recuperar el respeto por las diferencias es esencial para salir del desconcierto en el que estamos sumidos. Y comenzar a construir, entre todos, un país que nos represente.